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viernes, 15 de abril de 2011

¿CÓMO LUCHAR CONTRA LA OBESIDAD?-TODO MUJER LATINA



TODO MUJER LATINA


¿CÓMO LUCHAR CONTRA LA OBESIDAD?

En el momento actual estamos inmersos en la vorágine de una creciente epidemia que afecta a prácticamente todos los países del mundo; nos estamos refiriendo a la epidemia de la obesidad, patología que ya ha dejado de ser exclusiva de los países industrializados, puesto que recientemente se ha puesto de manifiesto que incluso hay más personas obesas en el mundo que personas malnutridas...

Esta situación es, en parte, el resultado de un cambio importante de los hábitos alimentarios diarios de la población, que incluyen una mayor disponibilidad

de alimento y el cambio del tipo de dieta, y que han favorecido la expresión diferencial de una información genética que facilita el depósito de grasa. Este comportamiento genérico se modula por una larga serie de factores ambientales y sociales que en definitiva favorecen el aumento de la eficiencia energética y el acúmulo de grasa.

Esta situación comporta una serie de problemas socio-sanitarios que lógicamente van incrementándose con el tiempo y que repercuten en la vida cotidiana de los obesos y que también afecta nuestro sistema sanitario. Dentro de los problemas sociales que padecen los obesos cabe citar el rechazo social genérico por su falta de voluntad para evitar comer en demasía, o la dificultad para encontrar determinados trabajos que requieran una buena presencia física . Los problemas físicos que padecen los obesos son muy diversos, van desde las insuficiencias respiratorias o las apneas de sueño, al posible desarrollo

de diabetes de tipo 2, o de la manifestación de hipertensión arterial a las artrosis en las extremidades inferiores, pasando por los eczemas cutáneos. Mención aparte merecen los problemas psicológicos que pueden padecer los obesos, como depresiones o una falta flagrante de autoestima, provocadas en

buena parte por el rechazo social (8). Todos estos tipos de patologías incrementan los costes sanitarios, que requieren al menos un 5% del presupuesto sanitario para tratar de paliar estos problemas.

Ante tal problemática, resulta obvio que la obesidad es una enfermedad per se, concepto aceptado ya por una buena parte de la población, aunque aún

existe un importante segmento de la población –que incluye algunos profesionales de las ciencias de la salud– que no han llegado a asumir esta situación.

Visto el panorama, parecería lícito y, obviamente, lógico abordar el desarrollo de acciones preventivas, para evitar que aumente el número de afectados,

aumentar nuestro conocimiento sobre esta patología investigando sobre sus causas y consecuencias, así como diseñar tratamientos para paliar

sus efectos entre la población afectada. En España, estas actuaciones lógicamente habrían de ser lideradas por la sanidad pública, puesto que es el sistema público de salud el que en última instancia soportará, junto a los propios obesos, la mayor parte de las consecuencias derivadas del creciente aumento de la población obesa. Sin embargo, hasta el momento no parece que estas actuaciones hayan sido consideradas como prioritarias por nuestras autoridades sanitarias.

Antes de continuar, conviene destacar que cualquier acción encaminada a prevenir y tratar la obesidad puede chocar contra un escollo, hasta ahora insalvable, cual es el escaso conocimiento que se tiene acerca de los factores causales de la obesidad. La obesidad es una enfermedad multifactorial que depende, entre otros, de factores hereditarios y ambientales y que por tanto se pude modular de muy distintas maneras (Fig. 1). Como consecuencia de ello, hasta el momento es difícil determinar cuál o cuáles son los factores que determinan que un individuo desarrolle obesidad, factores que pueden actuar de un modo distinto de los que presente otro individuo obeso (11-14). Así pues, difícilmente se podrá prevenir o tratar esta enfermedad si no sabemos con

certeza cuáles son las causas que la desencadenan.

Sin embargo, existen algunos patrones de actuación que se utilizan y que pueden proporcionar unos rendimientos relativamente aceptables para los pacientes. En primer lugar cabe plantearnos si es conveniente o no tratar cada caso concreto de obesidad, y en el caso de que la respuesta sea afirmativa, deberemos comentar cuáles son los métodos con los que se cuenta y cuál es su efectividad. Sin embargo, es conveniente que sepamos exactamente a qué nos referimos cuando hablamos de obesidad. Se considera que una persona es obesa cuando presenta un peso corporal que excede del considerado como saludable (o ideal), siendo el aumento de peso causado esencialmente por la acumulación de reservas grasas, sobre todo en el tejido adiposo. Existen diversos sistemas de clasificación de la obesidad.

Si utilizamos el sistema de clasificación más habitual, el que utiliza el valor del Índice de Masa Corporal (IMC) [Peso (kg) / Altura2 ( m2)], sólo deben considerarse obesas aquellas personas que superan el valor de 30, si bien a partir del valor 25 se suele considerar que los individuos tienen sobrepeso. Obviamente no es lo mismo hablar de tratar un sobrepeso que tratar una obesidad, si bien las causas iniciales pueden coincidir en parte y pueden dar resultados similares. No conviene olvidar que los datos epidemiológicos indican que en España la población adulta que presenta un IMC superior a 30 representa un 13,5% de la población, cifra que se amplía considerablemente, hasta prácticamente el 50%, si consideramos todos aquellos individuos con un IMC superior a 25 (15-17). Otro aspecto que tampoco debemos olvidar es que la manifestación de la obesidad puede generar diversos fenotipos, con acúmulos de grasa diferenciados en distintas partes del organismo. Así, se suele distinguir entre el acúmulo visceral (obesidad de tipo visceral, central o androide) o el acúmulo subcutáneo a nivel de las caderas y muslos (obesidad de tipo periférico o ginoide) (18); el tejido adiposo tiene propiedades distintas en función de la ubicación, puesto que el visceral responde más fácilmente a la activación adrenérgica que el periférico, diferencias que hacen que los factores de riesgo asociados sean mayores en el caso de la obesidad visceral.

En este artículo nos vamos a referir al tratamiento de la obesidad, sin perder de vista que muchas consideraciones pueden ser perfectamente válidas para los individuos con sobrepeso, especialmente si presentan alguna patología asociada.

Esta es la primera pregunta que podemos plantearnos, puesto que podemos partir del supuesto inicial de que cualquier enfermedad ha de poder tratarse si existen medios para ello. El planteamiento inicial ha de basarse en que el tratamiento de la obesidad ha de reportar unos beneficios al paciente que sean suficientemente evidentes para que le permitan mejorar su estado físico, su calidad de vida y su supervivencia a medio y largo plazo. A pesar de la argumentación anterior no parece que hay una unanimidad en el tema del tratamiento de la obesidad (20,21). La mayor parte de los consensos relativos al tratamiento de la obesidad coinciden en señalar que una pérdida de un 10% del peso corporal redunda en claros beneficios en la salud del obeso. Así, se habla de mejora ostensible de la situación de prediabetes de tipo 2 (disminución de la glucemia basal), una mejora de los parámetros marcadores de riesgo cardiovascular (disminución del colesterol total y aumento de colesterol asociado a HDL), además de mejorar el estado de ánimo del paciente (16). Así pues, parece que la respuesta a la pregunta formulada habría de ser claramente positiva, pero lo que tal vez no se ha contestado aún, es ¿a costa de qué se puede perder este 10% del peso corporal?, o bien, el coste de dicha pérdida ¿es asumible por el paciente?. Las respuestas a estas dos nuevas preguntas no parecen sencillas, especialmente debido a las diferentes características de los distintos obesos. Si la pérdida de peso redunda en un aumento de la calidad de vida del paciente, sin menoscabo de su vitalidad, aunque sea a costa de algún tipo de privación, cabría convenir que sería aconsejable dicha actuación. Pero no podemos determinar el coste de la pérdida de peso sin determinar los modos mediantes los cuales podemos perder peso .

Restricción de la ingesta

Si asumimos que la obesidad es el resultado último de una falta de equilibrio entre la energía ingerida y la energía gastada por el organismo, podemos abordar el problema desde dos puntos de vista, o bien restringiendo la dieta ingerida, o bien aumentando el gasto energético del organismo. En la figura 1 se ofrece un modelo de sistema de control del peso corporal basado en el equilibrio entre las entradas y salidas de energía y algunos de los posibles mecanismos de control implicados. Cabe señalar, sin embargo, que el gasto energético no es una entidad fija, y que se modula por otros parámetros metabólicos, de modo que se requiere un fuerte descenso de la ingesta para que los efectos sobre las reservas grasas se empiecen a percibir. La mayor parte de los tratamientos se inician sometiendo al paciente a una dieta restrictiva, que muchas veces provoca efectos disuasorios sobre su continuidad. La disminución de la cantidad total de energía ingerida se supone que ha de provocar una movilización del exceso de grasa almacenada y provocar su utilización como combustible energético (22,23). Estas dietas restrictivas han de procurar mantener siempre la proporción de proteínas de modo que se cumplan a la vez dos presupuestos, que las proteínas representen alrededor de un 20% de la energía total de la dieta y que a la vez

¿CÓMO SE PUEDE PERDER PESO?

CRITERIOS PARA CLASIFICAR LA OBESIDAD

—De origen genético causada por anormalidades cromosómicas

En este apartado se agrupan unos síndromes poco frecuentes como los de Prader-Willi, Bardet-Biedl o

Carpenter.

—De tipo neuroendocrino

Son casos de obesidad subsidiarios a algún defecto en los sistemas de producción/acción de diferentes hormonas. Se incluyen en este grupo el Síndrome de Cushing, el hipotiroidismo, el hipogonadismo o defectos en la secreción de prolactina o de hormona del crecimiento.

—Por la disposición topográfica del acúmulo de grasa

• Obesidad visceral: cuando el acúmulo de grasa se produce mayoritariamente a nivel de las vísceras, por debajo de la pared abdominal. En este caso la relación de diámetros cintura/cadera sobrepasa claramente el valor de 1. Esta

forma se da mayoritariamente en hombres; por este hecho se la conoce también como obesidad androide.

• Obesidad subcutánea: corresponde a la típica deposición de grasa en las caderas y muslos. En este caso, la relación de diámetros cintura/cadera está claramente por debajo del valor de 1. Normalmente se presenta en mujeres, por lo que se conoce también como obesidad ginoide.

—Porcentaje de grasa

Esta clasificación se basa en la determinación del porcentaje de grasa que tiene un determinado individuo. Se considera que un individuo joven está en los límites de la normalidad si dicho contenido no sobrepasa el 20% de su peso corporal en el caso de varones y del 30% en el caso las de mujeres.

—Índice de Masa Corporal (IMC)

En esta clasificación se establecen un índice que relaciona el peso del individuo (expresado en kg) con la altura de dicho individuo (expresada en m) y elevada al cuadrado. La clasificación que se ha adoptado en la mayor parte de países es:

IMC < 18,5 Peso insuficiente 18,5 < 24,9 Normopeso 25 < 29,9 Sobrepeso 30 < 34,9 Obesidad de tipo I 35 < 39,9 Obesidad de tipo II 40.

Hay que destacar que el sobrepeso hasta valores de IMC = 27, puede considerarse normal siempre y cuando no se asocie a alguna patología. A partir de un valor de 40, se considera que los obesos son obesos mórbidos. contengan una cantidad del orden de 0,75 g/kg de peso/día (24), supuesto difícil de obtener si hay una restricción drástica de la energía ingerida. La aplicación de estas dietas restrictivas suele iniciarse favorablemente con una apreciable pérdida de peso, en buena parte debido a la movilización de glucógeno y eliminación de agua, pérdida que paulatinamente se va haciendo menor con el tiempo hasta llegar a una estabilización del peso. En este punto empieza el desasosiego para los pacientes, puestos que tanto ellos como los demás, empiezan a dudar de si realmente están limitando su ingesta o por el contrario han perdido el control y están ingiriendo más energía, aún de manera no consciente (25). Desde el punto de vista del organismo la explicación es sencilla: el organismo ha puesto en marcha todos los mecanismos homeostáticos posibles para mantener el balance energético, de modo

que ante una disminución de la ingesta se ha adaptado a un menor consumo de energía y por tanto funciona de modo más eficiente. Esta sencilla explicación

puede llegar a pasar desapercibida a muchos profesionales sanitarios que en algunos casos podrán llegar a culpar a los pacientes de su falta de control. De todos los modos, se recomienda que dichos tratamientos restrictivos no sean autoprescritos, sino que estén supervisados y controlados por un médico. La habilidad culinaria de los pacientes, o de algún miembro de la familia, pueden hacer más soportable tal restricción, aunque los condicionantes socio-familiares pueden crear más dificultades que no beneficios, según el caso y la situación de cada cual. Si la restricción de la ingesta se hace un modo selectivo, restringiendo especialmente los glúcidos, se puede generar una situación de cetosis que conlleva importantes cambios en el metabolismo hepático, la reabsorción renal de distintos metabolitos e iones, además del consabido desajuste del pH que acarrea la pérdida de nitrógeno (26).

Las situaciones comentadas son sostenibles si el paciente obtiene alguna gratificación a costa de dichas restricciones, pero se hacen insostenibles en caso de no guardar una proporción entre el costo sufrido y el beneficio obtenido. De todos modos, estos tratamientos permiten una pérdida moderada de peso, que puede ser suficiente para casos de sobrepeso, pero claramente insuficiente para casos de obesidad mórbida (27). En general esta pérdida es

sólo temporal, puesto que los mismos mecanismos homeostáticos que protegían la grasa corporal favorecen su recuperación, e incluso un aumento de los niveles basales.

El planteamiento complementario que podemos hacernos es el de incrementar el gasto de energía por parte del sujeto para desequilibrar la balanza a favor del gasto de energía, o bien simultanear la restricción de la dieta con el incremento del gasto.

Incremento del gasto energético

Esta situación presupone normalmente el incrementar la actividad física por parte del paciente, que puede ser fácilmente implementable en el caso de sobrepeso, pero difícil de conseguir en casos de obesidad mórbida. Los documentos de consenso aconsejan incrementar la actividad física en la vida cotidiana, es decir, viviendo la vida de un modo normal, no incrementando dicha actividad física mediante la realización de deporte y prescindiendo en cambio de algunas de las ventajas de nuestro entorno (28). Así, el subir algún tramo de escaleras a pie en lugar de utilizar el ascensor, caminar al menos durante 15 minutos diarios y otros pequeños detalles parece ser que redundan en ventajas apreciables en cuanto a la movilidad y salud cardiovascular de los pacientes, hecho que les permite aumentar la confianza en sí mismos y de este modo aumentar su autoestima. La realización de estas actividades depende en gran manera del estado del paciente, puesto que es mucho más fácil ejercitarlo en una persona con sobrepeso que en los obesos mórbidos. En el caso de los jóvenes, el sustituir la visión de la televisión o el jugar a videojuegos por actividades realizadas al aire libre incide claramente en una menor propensión a la obesidad (29). En cualquier caso, el ejercicio intenso, no reglado, puede dar lugar a serios problemas, por lo que es totalmente desaconsejable para cualquiera que no sea un atleta entrenado.

Hasta el momento sólo hay algunos indicios que indican que la actividad muscular habitual puede desempeñar un activo papel en el consumo de reservas grasas, de modo independiente de la intensidad del ejercicio (30); lo que da más fuerza a la inutilidad de la ejecución sistemática de ejercicio intenso. Los resultados alcanzados con el ejercicio continuado también son modestos, pero asumibles y pueden, conjuntamente con la restricción en la ingesta, llegar a proporcionar pérdidas moderadas de peso normalmente inferiores al 10% del peso inicial, en pacientes con sobrepeso, pero no en obesos mórbidos; estas pérdidas pueden ser suficientes para mejorar algunos de los parámetros fisiológicos que hemos comentado anteriormente. Convendría recordar también que estos consejos/ tratamientos han de considerarse dentro de un panorama global que implica cambios en los hábitos alimentarios de los individuos, no sólo por lo que atañe a la cantidad absoluta de alimento (y por ende de energía) sino también al tipo de alimento ingerido, puesto que se insiste sobre la diversidad en la ingesta de alimento y sobre la limitación de algunos componentes de la dieta, de modo que se consiga que la proporción de energía derivada de los glúcidos, especialmente almidones y féculas, sea mayor que la derivada de los lípidos, y entre estos se recomienda limitar el consumo de ácidos grasos saturados.

Llegados a este punto podemos recapitular y tratar de determinar el costo que ha tenido para el paciente obeso la utilización de métodos de restricción de energía o de aumento del consumo de la misma, con el objetivo de perder peso. Los consensos médicos nos indican que con un 10% de pérdida del peso corporal inicial los resultados que se pueden obtener son substancialmente positivos puesto que en muchos casos se normalizan los niveles de glucosa y de insulina, se mejora la relación de colesterol HDL /

colesterol LDL, disminuyen los niveles de triacilgliceroles circulantes y los valores de tensión arterial, de modo que disminuyen los factores de riesgo cardiovascular y la resistencia a la acción de la insulina, acabando con una situación más o menos manifiesta de diabetes de tipo 2 (16,17). Así pues, si hemos logrado este objetivo podremos estar muy satisfechos, pues habremos mejorado el estado de salud del obeso, que además habrá ganado soltura y capacidad de movimiento y probablemente se habrá liberado de alguna que otra estrechez en la vestimenta.

Pero las preguntas que aún subyacen son ¿cómo ha soporta – do esta situación? o ¿qué le ha costado?: si las respuestas son de tipo bien para la primera y menos de lo que esperaba para la segunda estaremos en el buen camino. Si las respuestas son del tipo mal, he pasado hambre, me he mareado, me ha costado horrores, etc., estaremos delante de un potencial fracaso, especialmente si la pérdida de peso no ha alcanzado los objetivos marcados. De todos modos estas consideraciones son válidas para los individuos

con sobrepeso, pero difícilmente se podrán aplicar con un mínimo de esperanza para los obesos mórbidos. Un ejemplo nos ayudará a concretar esta situación: comparemos dos individuos que midan 180 cm de altura y uno pese 100 kg y el otro 150; la pérdida de un 10% del peso corporal en el primero (10 kg) le acerca prácticamente al peso considerado ideal, en tanto que en el segundo caso (15 kg) le deja aún con un 50% de peso añadido al peso ideal teórico. Así pues, cuando se habla de una reducción del 10% del peso como objetivo a alcanzar, ¿no se están utilizando unos datos epidemiológicos como excusa ante la falta de perspectivas claras de solución para los casos más graves, y por tanto los más susceptibles de buscar apoyo médico cualificado?.

En cualquiera de los casos comentados falta todavía argumentar otra cuestión importante, ¿durante cuánto tiempo se ha de aplicar el tratamiento?. Si consideramos que la obesidad es una enfermedad crónica (32), habremos de suponer que el tratamiento ha de ser de por vida, o lo que es lo mismo, los

costes personales cuantificables como auténticos sacrificios habrán de perpetuarse y llegar a la exasperación cuando los mecanismos homeostáticos se traduzcan en un repunte del peso aún a pesar del mantenimiento del tratamiento y, lo que es peor, la restricción continuada de la ingesta puede provocar alteraciones en el metabolismo de las proteínas, alteraciones que no aparecerán de forma inmediata, pero que a la larga pueden contribuir a empeorar significativamente la situación. Cabe pues preguntarse si,

en el caso de los individuos en los que los tratamientos comentados no derivan en efectos apreciables, ¿vale la pena seguir el tratamiento?. La respuesta depende de muchos factores subjetivos, pero a nadie debería extrañarle que muchos obesos decidan dar un rotundo no como respuesta, puesto que asumen que el coste supera en demasía el mínimo beneficio obtenido. No olvidemos que muchos obesos tienen más problemas en su vida cotidiana derivados de su gran humanidad que los que se derivan de deficiencias de salud, puesto que no todos los obesos presentan necesariamente todas las patologías asociadas y en muchos casos presentan tan sólo las derivadas

del efecto del gran exceso de peso sobre el sistema esquelético.

Otro de los problemas añadidos es la habitual tendencia a ganar peso que presentan los obesos que se han sometido recientemente a un tratamiento para perderlo. Las causas de este patrón de reajuste del peso pueden ser la falta de control del paciente sobre lo que ingiere en tratamientos a largo plazo, o más probablemente, la reacción homeostática del organismo, adaptándose a una menor ingesta de energía mediante el aumento de la eficiencia energética global, o lo que es lo mismo: dentro de unos ciertos límites, la disminución de la ingesta provoca una disminución de la tasa metabólica y por tanto del consumo de energía que contrarresta aquella disminución (33). Así, no es de extrañar que los tratamientos basados en dietas restrictivas fracasen de un modo generalizado, provocando situaciones aún más complejas, puesto que la recuperación del peso se suele producir en un periodo muy breve de tiempo (34) con lo que el paciente tiene la sensación de fracaso estrepitoso. La angustia creada por este acontecimiento provoca el deseo de efectuar nuevos

intentos, que con mucha probabilidad volverán a ser fallidos, abocando a los pacientes a una situación cíclicade aumento/pérdida de peso, conocida como mecanismos yo-yó (35), situación agravada por la “adaptación” del cuerpo a cambios bruscos en la ingesta, que redundan en menores pérdidas de peso y

recuperaciones del mismo más rápidas.

El fracaso de los tratamientos estándar implica un peligro inmediato, puesto que muchas personas se ven abocadas a utilizar procedimientos alternativos, recomendados por cualquier amistad o pariente, sin control médico y con una elevada probabilidad de empeorar el estado de salud (35). Si convenimos, pues, que los tratamientos estándar para tratar la obesidad producen sólo unos beneficios moderados, especialmente entre los sujetos que padecen sobrepeso, y beneficios escasos o nulos en los individuos que sufren una obesidad severa, podemos preguntarnos acerca de la utilización de otros métodos más drásticos que permitan conseguir resultados apreciables. Es decir, ¿si utilizamos fármacos podremos obtener resultados más satisfactorios?; la respuesta ha de obtenerse después de analizar los resultados obtenidos con los fármacos que actualmente están disponibles en el mercado y de aquéllos de los que se conoce que están siendo

sometidos a investigación por los distintos laboratorios farmacéuticos. Una primera inspección nos aporta una impresión negativa, pues la panoplia de

fármacos específicamente indicados para el trabamiento de la obesidad es reducida, a pesar de que se dispone de otras drogas indicadas para otras enfermedades, pero que han sido utilizados en parte para este fin. ¿Por qué razón hay tan pocos fármacos específicos para tratar la obesidad?, la respuesta parece obvia si nos atenemos a lo comentado en apartados anteriores: si no conocemos las causas de la obesidad, difícilmente podremos actuar sobre ella con conocimiento. Un elemento esencial que hay que tener en cuenta es que los fármacos para el tratamiento de la obesidad han de ser prescritos por un médico y que habitualmente sólo han de prescribirse a pacientes que presenten un IMC superior a 30, o que presenten un IMC superior a 27 con factores de riesgo asociados (16,17).

Los fármacos actualmente en el mercado, con diversas fases de desarrollo, podemos clasificarlos en función del tipo de acción que promueven en: a) inductores de la termogénesis, b) inhibidores del apetito, c) inhibidores de la absorción intestinal y d) mimetizadores de acciones hormonales .

Fármacos inductores de la termogénesis

Estos fármacos tratan de potenciar al máximo la actividad oxidativa celular mediante la activación de los mecanismos adrenérgicos, bien por la inducción directa de la secreción de catecolaminas, bien por acciones agonistas. Así estos fármacos tratan de aumentar el gasto energético propiciando un incremento del consumo de substratos metabólicos –en este caso mediante la movilización preferente de las reservas acumuladas en el tejido adiposo– de manera que el exceso de energía utilizada se pierda en forma de calor.

Podríamos citar como ejemplo las mezclas de efedrina y cafeína, comercializadas en algunos países de la Unión Europea, pero que no han tenido un éxito significativo (36). Un fármaco que también presenta efectos termogénicos es la sibutramina, que también puede actuar como fármaco inhibidor del apetito (37,38). Esta última droga a pesar de estar aprobada por las autoridades sanitarias de medio mundo, todavía no ha logrado el plácet de la Agencia Europea del M e d i c a m e n t o .

Otro tipo de fármacos inductores de la termogénesis, serían aquéllos que utilizarían un tipo de agonistas beta-adrenérgicos muy concretos, los agonistas

b3. Estos agonistas son específicos de las células de tejido adiposo marrón, un tipo de tejido adiposo caracterizado por la capacidad de desacoplar el mecanismo oxidativo (cascada adrenérgica) de la obtención de energía utilizable, por la acción de una proteína desacopladora específica (UCP1) (39,40). Si bien la actividad de este tejido es notable en animales de experimentación, su papel en individuos humanos adultos es controvertida. A pesar de ello, se han experimentado y se está en fase de pruebas clínicas de distintos agonistas b3 que también actuarían a nivel del tejido adiposo blanco. Los resultados obtenidos hasta el momento no han sido determinantes, puesto que la pérdida de peso alcanzada es pequeña.

Fármacos inhibidores del apetito

Este grupo de fármacos constituye uno de los más numerosos y de los que muchas empresas farmacéuticas creen que hay un futuro más esperanzador

puesto que actúan sobre el sistema nervioso central, especialmente a nivel hipotalámico (41), inhibiendo la sensación de apetito. El modo de actuación de estos compuestos está basado en la actuación de algunos péptidos de origen gastrointestinal que se liberan durante el proceso de digestión generando la sensación de saciedad y por tanto disminuyendo la ingesta. Teniendo en cuenta la cantidad de núcleos hipotalámicos implicados en el control de la ingesta, las posibilidades teóricas de actuación con fármacos que potencien o inhiban determinadas acciones es muy amplia.

Como norma general podríamos distinguir entre diversos tipos de compuestos: los que actúan sobre el sistema adrenérgico, los que actúan sobre el sistema serotoninérgico, o los que actúan sobre otros neurotransmisores, siempre dentro del sistema nervioso central (41). En la tabla II se muestran los principales péptidos o neurotransmisores que intervienen en los procesos de control del apetito. Fármacos que actúan sobre el sistema adrenérgico En general disminuyen la ingesta, tanto si actúan estimulando los receptores a1-adrenérgicos (fenilpropanolamina) (42), como estimulando la liberación de noradrenalina (fentermina) como bloqueando la recaptura de la misma (mazindol) (43).

Recientemente los fármacos que contenían estos productos han sido retirados del mercado europeo debido a los efectos secundarios, especialmente de

dependencia, que presentaban al ser derivados anfetamínicos, y a su prácticamente nula efectividad terapeútica. Fármacos que actúan sobre el sistema serotoninérgico

En este grupo de fármacos que disminuyen el apetito, hay que destacar los estimuladores de la liberación de serotonina (fenfluoramina, dexfenfluoramina)

o los bloqueantes de la recaptura (fluoxetina, paroxetina, sibutramina). En el caso de la fenfluoramina, su incorrecta utilización asociada a la fentermina

(Phen-Fen) propició la aparición de complicaciones cardio-valvulares que provocaron su retirada del mercado. De los bloqueante de la recaptura de

serotonina, sólo la sibutramina (hasta el momento sólo autorizada en Alemania de entre los paises de la Unión Europea) ha sido diseñada como fármaco específico contra la obesidad, puesto que los otros se utilizaron inicialmente como antidepresivos (44,45). Fármacos que actúan sobre otros neurotransmisores Hay agonistas de la dopamina (apomorfina) que inhiben la ingesta, del mismo modo que ocurre con los antagonistas H-1 de los receptores de histidina (clorofeniramina). Los resultados obtenidos con este grupo de fármacos son dispares, puesto que junto a una pérdida de peso detectable, se puede asociar una mejora de la actitud mental de los pacientes.

Fármacos y otros productos inhibidores

de la absorción intestinal

Estos fármacos están diseñados especialmente para evitar la absorción intestinal de lípidos, que son los componentes más energéticos de la dieta. Además de fármacos específicos, podemos encontrar en el mercado otras substancias, naturales o no, que cumplan con los requisitos de inhibir más o menos selectivamente la absorción intestinal. Entre el grupo de productos naturales encontramos las preparaciones a base de fibra (goma guar, pectina) o derivados de la quitina que lo que hacen es secuestrar componentes de la dieta dificultando su digestión y absorción intestinal (46). Entre el grupo de productos no naturales, podemos encontrar sustitutos de la grasa, como la olestra, que es un poli-éter de sacarosa y ácidos grasos. Este producto

tiene propiedades organolépticas parecidas a las del aceite, hecho que le permite actuar como substitutivo, pero que no puede ser digerido en el intestino y por tanto es excretado con las heces (47).

Dentro de lo que podemos considerar propiamente como fármacos, encontramos la acarbosa que inhibe las a-glucosidasas y limita la metabolización de glúcidos complejos, y el orlistat (tethrahidrolipostatina), que inhibe la acción de las lipasas a nivel intestinal y por tanto disminuye la absorción de lípidos (48). Teniendo en cuenta el mayor poder energético de los lípidos, se consideran más efectivos los procesos de inhibición de su absorción que no la inhibición de la absorción de glúcidos. El conjunto de estos productos a la larga producen una restricción de la ingesta energética, que puede redundar en una pérdida de peso, aunque pueden provocar algunos efectos negativos derivados de la acción posterior de la flora intestinal, o alteraciones en la disponibilidad de algún microcomponente de la dieta.

Fármacos mimetizadores de acciones

hormonales

Este grupo de fármacos incluye una larga serie de compuestos que son realmente hormonas, o son péptidos de origen gastrointestinal o sencillamente

substancias estructuralmente similares y que pueden ejercer los efectos de aquéllas. En este grupo se pueden incluir todos los derivados de los péptidos gastrointestinales como la colecistoquinina (CKK) o todos sus agonistas, los antagonistas de los péptidos inductores del apetito, como el péptido Y (NPY), derivados del glucagón, la galanina, la enteroestatina, pasando por la deshidroepiandrosterona, o la leptina.

Los efectos de estos productos, de los que sólo podremos llamar fármacos a algunos de ellos, son muy variopintos, aunque todos tienen en común la reducción de la sensación de apetito y por tanto la restricción de la ingesta (49-51). Una consideración final que se ha de hacer en relación a la posible utilización de fármacos para perder peso, es que su acción va normalmente asociada a una restricción de la dieta, hecho que por si sólo ya demuestra los limitados efectos que podemos conseguir al necesitar restringir la dieta para potenciar los efectos. Cabe señalar, sin embargo, que el control del apetito, sin ajuste del gasto energético puede conducir a situaciones de pérdida de efectividad comparables a las observadas con las dietas hipocalóricas:

si el principio es el mismo cabe suponer un paralelismo claro en los eventuales resultados….o en la falta de ellos.

Llegados a este punto, y especialmente si nos planteamos la situación de un obeso mórbido, después de ver los limitados efectos de los tratamientos

restrictivos y de los farmacológicos nos podemos preguntar ¿y si utilizáramos procedimientos más drásticos?, por ejemplo la cirugía, ¿podríamos realmente perder una cantidad apreciable de peso con esta alternativa?, la respuesta es afirmativa, aún a pesar de los inconvenientes que comporta. No vamos a referirnos a tratamientos quirúrgicos de corte estético, sino tan sólo a aquéllos dirigidos específicamente a conseguir una pérdida de peso general y no en una ubicación específica.

El recurso de la cirugía

Hoy en día es relativamente fácil aplicar cirugía bariátrica a los grandes obesos, consiguiendo mejorar su calidad de vida de modo apreciable. Vayamos por partes, no todos los obesos son candidatos a que se les practique una operación de cirugía bariátrica: los requisitos previos de orden fisiológico son importantes, como también lo son los de tipo psicológico y no sólo afectan al paciente sino también al entorno familiar (52). En el mejor de los casos, el paciente puede ver reducido considerablemente el tamaño funcional de su estómago al quedar aisladoel resto mediante grapas (gastroplastia vertical anillada) (53), con lo cual sus ingestas han de ser más frecuentes pero muy limitadas. En muchos otros casos, el paciente no sólo verá reducida la capacidad del estómago sino que también perderá capacidad absorptiva en el intestino al practicársele un bypass (bypass en Y de Roux, técnica de Scopinaro, técnica de Salmon, etc..) (54), en el que buena parte del intestino delgado también queda efectivamente fuera de servicio. En este caso los riesgos son mayores que con la técnica anterior puesto que se pueden

inducir graves deficiencias nutricionales además de los peligros inherentes a una pérdida de capacidad funcional y los riesgos derivados de la operación quirúrgica. A estas técnicas cabría añadir la posibilidad de utilizar

técnicas menos invasivas como sería la colocación de un globo en el estómago para reducir el volumen funcional, o la menos practicada de mantener

unidas las quijadas mediante una atadura (55) con lo cuál no se podría ingerir alimentos sólidos y se habría de consumir una dieta líquida con las limitaciones

que ello comporta. Estas técnicas permiten una importante pérdida de peso, que en muchos casos implicará la necesidad de practicar una serie de operaciones de cirugía estética reparadora a medida que se vaya perdiendo

grasa y la piel vaya quedando flácida. De todos modos existe un límite a la pérdida de peso que se puede alcanzar, quedando éste aún bastante por encima del supuesto valor de peso ideal (56). Hay que señalar que en los grandes obesos sólo suelen ser efectivos los tratamientos más drásticos: cirugía restrictiva y malabsorptiva. A pesar de todo, muchos obesos mórbidos están dispuestos a pasar por el calvario de la cirugía y la adaptación a la nueva situación con tal de poder subir con normalidad a un transporte público, sentarse en un cine o que la gente no los señale con el dedo por donde quiera que vayan. Si los pacientes están dispuestos a asumir el riesgo de la operación, los inconvenientes que implica la operación en la vida diaria (vómitos, comidas mínimas), la pérdida de peso alcanzada en relación a la ganancia de de vida parece, como mínimo, tentadora.

El último problema a salvar es la larga lista (prácticamente a dos años vista) que ofrece la sanidad pública para este tipo de operación. Si todos los tratamiento anteriores han fallado, o no los hemos podido aplicar por diversos motivos, ¿queda alguna esperanza al obeso para perder peso ? , o por el contrario, ¿habrá de revivir en sus carnes una versión moderna del mito de Sísifo, en la que se substituiría el divino castigo de aupar continamente una roca a lo alto de una cima que inmediatamente cae al punto de partida, por el de incrementar su peso cíclicamente, cada vez que se demuestre ineficaz el tratamiento elegido? En los momentos actuales difícilmente se podrán repetir los descensos de Orfeo al reino de Hades, que permitan al obeso una pausa en su cíclico aumento/disminución de peso, o lo que es lo mismo ¿hay alguna Eurídice que le permita al reomalbirar alguna esperanza? (57).

Futuro

En el momento actual, si tomamos en consideración los más recientes avances en la técnicas de Biología Molecular y Genética podemos empezar a intuir una luz al final del túnel, puesto que dichas técnicas están permitiendo determinar con una elevada precisión cuál es el papel de los distintos genes en el desarrollo y mantenimiento de la obesidad, con lo cuál se intuyen posibles tratamientos tanto a nivel farmacológico como a nivel de terapia génica. Sin embargo, este destello de optimismo no ha de deslumbrarnos, puesto que aún estamos lejos de obtener respuestas válidas y de aplicación práctica. Sirva de ejemplo el gran boom editorial que ha supuesto, tanto a nivel de literatura especializada, como a nivel de la prensa diaria el fenómeno leptina. Dicha proteína, sintetizada en el tejido adiposo, fue descrita a mediados de 1995 por el grupo de Jeffrey Friedman, como expresión del gen ob (58). El hecho que adelgazara considerablemente a ratones obesos o b / o b permitió sugerir una rápida solución al problema de la obesidad, máxime cuando se demostró que la presencia de dicha proteína influía sobre la ingesta y el gasto de energía. Parecía que por fin se había descubierto la señal que indicaba al organismo la cantidad de reserva grasa que había de tener (59,60). Posteriores investigaciones demostraron que la leptina regulaba también el desarrollo puberal, pero que podía ser sintetizada por otros tejidos como el estómago y la placenta, con lo cual se abrían nuevas posibles funcionalidades.

Después de publicarse en el último lustro más de 300 trabajos científicos anuales sobre los efectos, interacciones, modulaciones, etc. de la leptina, la realidad es que en los humanos obesos sus niveles son normalmente elevados y su administración no produce una pérdida de peso rápida generalizada (61), consecuencia lógica del problema multifactorial de la obesidad; hasta ahora los resultados obtenidos están más cercanos al fracaso que al éxito. Sin embargo, hay que reconocer que el clamoroso éxito que ha cosechado la leptina, al menos entre los investigadores, ha permitido iniciar una escalada selectiva dentro de la investigación, a nivel mundial, que sin duda habrá de rendir unos resultados positivos en el plazo de unos pocos años.

No olvidemos que en el momento actual existen numerosos grupos de investigadores y laboratorios farmacéuticos que están ensayando productos para el tratamiento de la obesidad, productos que van desde análogos estructurales de la propia leptina, pasando por los receptores b-adrenérgicos, o por los fragmentos activos de péptidos intestinales, como un fragmento de 8 aminoácidos de la colecistoquinina (CKK) o del enteroglucagón, o análogos de la deshidroepiandrosterona, o incluso la oleoil-estrona. Así, podemos poner una nota de esperanza, en el hecho que la acción de tanto investigador ha de producir algún fruto, siempre y cuando no se olvide que la complejidad del sistema de control del peso corporal, habrá de implicar con toda probabilidad la intervención en más de un lugar del complejo entramado metabólico.

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